Archive for the 'adolescencia' Category

03
Abr
17

Canciones y años

Ah, el tempus fugit y todas esas mandangas que han inspirado al ser humano desde tiempos inmemoriales. El vértigo que provoca darte cuenta de que no eres el amo de tu vida. Es sólo eso. Esos versos de Gil de Biedma, tan repetidos, tanto que casi desdibujan su verdadero significado, quizás también porque expresan algo tan difícil de advertir e imposible de corregir: “que la vida iba en serio, uno lo empieza a comprender más tarde”. Cuando eres más joven, no te importa una mierda nada, la mayor parte del tiempo, y son los años quienes acaban dándole la vuelta a eso: es el tiempo a quien no le importas una mierda.

Los años son una impostura, un invento del papa Gregorio XIII, una cifra que nos ayuda a recordar, pues los recuerdos son lo que somos. Los recuerdos que yo tengo de mi romance con aquella joven Kate Moss, allá por 1999, son tan vagos  y borrosos que ya me entra la duda de si me lo habré inventado yo. ¿O sería 1989? Esas cuatro cifras fatales que quieren decir algo. Lo que sea. Algo querrán decir. Ni que sea para inspirar a peludos que se suben a un escenario.

1916

Para Lemmy, de Mötörhead, ese 1916 estaba marcado por la I Guerra Mundial, y como tal quiso plasmarlo en esa canción que a su vez daba título al disco con el que traspasaban la década de los noventa. Un tema distinto, fuera del estándar del trío, de velocidad y fiereza. Lemmy era un gran amante de la historia bélica. Yo nunca he sido un gran amante de Mötörhead, por más que ahora, y muerto el hombre, parece que salen fans de debajo de las piedras. Me temo que a Lemmy le ha pasado un poco (a menor escala, eso sí) lo que le ocurrió a Bob Marley, o a James Dean o al Che Guevara: se han convertido en un póster, en un estampado de camiseta o (horreur!) una frase de muro de Facebook.

1939

Algo parecido le pasó a Brian May, de Queen, cuando compuso el tema “’39” inscrito en el celebérrimo “A Night At The Opera”, también conocido como el-disco-de-boemianrapsodi. En este caso, May no es un experto en historia bélica, sino en astronomía y astrofísica. La historia relata un experimento en el que unos exploradores son enviados al espacio y a su retorno han pasado cien años, según la teoría de la dilatación del tiempo en la teoría de la relatividad de Einstein. Hubo quien quiso ver algún tipo de alegato belicista, sin embargo May siempre lo negó y su trayectoria científica da más peso a la primera versión. Al final, esa “’39” es una canción que cantó el propio Brian May y suena más cercana a los dos primeros discos de La Reina que al LP en el que se incluyó.

1969

Saltamos treinta años para meternos en terreno grasiento, sucio, que huele a alcohol y a violencia gratuita. ¡Son The Stooges, hombre! Todo en esta canción está bien colocado, todo tiene sentido en el marco en el que se circunscribe, comenzando con esa intro de guitarra que raspa como papel de lija, y con Iggy declarando, “all right”, antes de comenzar con un ritmo casi tribal y de acabar como acaba, a voces.  Fijémonos en la letra:

It’s another year for me and you
Another year with nothing to do
Last year I was twenty one I didn’t have a lot of fun
And now I’m gonna be twenty two I say oh my and a boo-hoo

Seguramente Gil de Biedma lo dijo de una manera más bonita, no obstante, en el fondo, acaba siendo lo mismo.

1970

Y el reverso aún más oscuro y más depravado nos lo proporcionaban los mismos The Stooges, un año más tarde, en el siguiente LP del grupo. Un Iggy Pop más chulesco todavía declarando “I feel alright”. Si alguien me preguntara cuál es la mejor canción de The Stooges, probablemente diría que esta “1970”. Y si alguien me preguntara acerca del mejor solo de saxo en el rock n’ roll, seguramente mencionaría el que cierra el minutaje del tema, sonando tan sucio y descarnado como la guitarra más distorsionada.

1976

Más que una canción, una declaración de intenciones, esta “1976” de Redd Kross. Una visión edulcorada de una década en la que los miembros del grupo vivieron su primeriza adolescencia y niñez. ¿Cómo sonaría una canción si yo escribiera un tema llamado “1993”? La pregunta es una estupidez, yo apenas soy capaz de tocar tres acordes seguidos en una guitarra sin meter la pata. Pero seguramente, a nivel espiritual, sería parecido, porque el tiempo constituye un prisma cabrón que deforma los recuerdos, en especial los de esa época de pre-adolescencia, y una vez más, Gil de Biedma, otro cabrón que tenía razón. Como nota curiosa, en dos ocasiones, antes del estribillo, canta alguien que suena igual a Paul Stanley de Kiss, y tratándose de una banda tan fanática de Kiss como los Redd Kross, pudiera ser. Pero no lo es, en aquellos tiempos Redd Kross eran muy minoritarios y no tendrían el dinero suficiente para que el tío Stanley moviera su culo. En realidad se trata de su guitarrista de entonces, quien, hay que decir,  lo clava.

1979

“1979” de Smashing Pumpkins, podría ser el reverso a la canción de los Redd Kross, pero con ese aura más intensito que gastaba Billy Corgan. Menos sutil y menos divertido que Jeff McDonald, de Redd Kross, compone sin embargo una buena canción, aunque no puedo dejar de preguntarme si el tema hubiera sido tan apreciado por los fans de la banda de no ser por ese videoclip que lo acompañaba.

1984

Aunque podría referirme a ese corte instrumental que abría el disco de Van Halen. Pero no, en esta ocasión me refiero a la canción de David Bowie de su disco “Diamond Dogs”. Una empanada inspirada por la clásica novela de George Orwell, quien quiso ver un futuro en ese año (Orwell, no Bowie) que tardaría unas décadas más en producirse. Aunque el disco lo grabó aún sin el guitarrista Carlos Alomar, aquél LP ya rezumaba lo que iba a ser la encarnación de Bowie para el siguiente lustro, el del enamorado de la música negra, y con Alomar de mano derecha (quien se incorporó para la gira de “Diamond Dogs”). ¿La canción? Un trepidante estallido de soul funk elegante.

1999

Y si hablamos de temas futuristas, puedo mencionar la que es mi canción favorita de Prince, “1999”. Del disco que la contenía, titulado también “1999” la gente suele recordad “Little Red Corvette”. No se me ocurre un mejor inicio para un álbum, no obstante, que esta “1999” -la canción-  que contenía un rollo proto-futurista con vistas a ese temible año 2000 que acechaba y que, ya ves, pasó, y ni un triste avión cayó del cielo en aquella nochevieja de 1999. Un timo, vaya.

27
Mar
17

Reggae, reggae. Epílogo.

Hace ya unos años que contaba esta historia por aquí. No, no se crean que me he vuelto gagá o que estoy tratando de calzar otro refrito como en mi última entrada, así, como quien no quiere la cosa. No. En realidad, se trata de un epílogo, una vuelta de tuerca cachonda que me ocurrió ayer. De modo que déjenme explicar el asunto desde el principio: A los once años me aficioné al reggae. Dicho así, suena como si hubiera confesado una adicción a fumar crack o a practicar sexo con animales. Así es, sin embargo. A los once años me aficioné al reggae. Ni que fuese durante unas semanas. Y eso que entonces a mí me gustaba escuchar a Guns n’ Roses, pero todavía estaba, digámoslo así, definiendo mis gustos. De modo que podía haber acabado mucho peor.

Tenía yo, pues, once años, y unas ganas de estar constantemente en la calle con mis amigos zascandileando. Es esa una edad complicada, uno ya no sale “a jugar”, aunque la mayoría de las veces acabe haciéndolo. Uno sale a reunirse con una manada que considera importante. A sociabilizarse con el grupo. A hablar con sus amigos para no sentirse solo. Qué se yo. El caso es que por aquel entonces me juntaba con otros niños diferentes a mi grupito habitual, lo cual, tratándose de mí, era toda una rareza. Una cuestión de necesidad, en realidad. Todo aquello ocurrió en uno de esos veranos en la ciudad, de asfalto pegajoso y sol insolente. En el barrio quedábamos lo que quedábamos, éramos tres o cuatro chavales de once años, todos de mi clase. Luego había un vecino de uno de nosotros, Carlos, debía tener unos catorce años. Esta diferencia de edad, esos dos años, cuando se tienen once, resulta francamente significativa. Carlos, por otra parte, parecía disfrutar un poco de ese cierto liderazgo y casi diría que condición de hermano mayor que su edad le proporcionaba.

Carlos estaba obsesionado con el reggae en general, y con, obviamente, Bob Marley en particular. A su vez, recibía esa influencia jamaicana en lo musical de un amigo suyo, algo mayor que él, tendría unos dieciséis, y que a veces se dejaba caer con nosotros. Dieciséis años eran, claro, una edad más que respetable para mí y mis cuatro camaradas. El chico en cuestión tenía un nombre muy característico, Washington, su madre era sudamericana, si bien él era de piel muy blanca, pelo rubio y ojos azules. Carlos solía llamarle Washi, y nosotros, sencillamente, no le llamábamos. Apenas interactuaba con nosotros, pululaba por ahí, con un cigarrillo en los labios, hablaba poco y menos con los críos. Recuerdo una chica del barrio que refiriéndose a él, y olvidando su nombre, o haciendo ver que no lo recordaba, le llamó Honolulu. Desde luego, ésa era la clase de broma que nunca hubiéramos hecho sobre Washington y su peculiar nombre, ni a sus espaldas, ni muchísimo menos frente a él.

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Con esta clase de portadas inconfundible sólo podía tratarse de un recopilatorio de Arcade (by @carloskarmolina)

Washington era, o pretendía ser, una suerte de skinhead, de los skinheads antes que ese término se hiciera propiedad de gorilas de barrio pseudofascistas y racistas aficionados. Él era de los que flipaban con la música jamaicana y el ska. Lo recuerdo como si fuera hoy, con sus gafas de pasta marrón, el pelo muy corto con el rictus muy serio y fumando, siempre fumando. Tenía un cierto parecido físico con Ali Campbell, el cantante del grupo británico de reggae pop UB40. Fue Washington el que introducía, poco a poco, a Carlos en las sonoridades reggae, y éste, de paso, nos iba instruyendo a nosotros, su pequeña cuadrilla cadete.

Así fue como acabó en mis manos un casette recopilatorio, titulada en un alarde de originalidad como “Reggae, Reggae”. Esa cinta pasó por todos nosotros, y por supuesto, me la grabé. Bueno, visto hoy en día, parece que hable del paleolítico, y sin embargo, qué manera más buena de escuchar música. La recopilación en cuestión resultaba ser un batiburrillo de temas que pasaban desde el reggae más asquerosamente típico hasta ese reggae-pop de radiofórmula. Escuché esa cinta cientos de veces, probablemente superé la dosis recomendada. Al final, y sin ninguna razón en particular, después de varias semanas, tal vez meses, de ser uña y carne, de ser manada, de ser una banda, Carlos y su Brat Pack nos separamos, Washington desapareció, y el reggae salió de mi vida, aunque aquella cinta, con su nombre escrito en rotulador de colores y sus títulos manuscritos en la etiqueta, estuvo durante muchos años por mi habitación.

Y ahora es cuando viene la coda. Ayer sábado acudí a una Fira Del Disc (y como homenaje al malogrado Jordi Tardà, sólo puedo utilizar el término en catalán que él usaba), a rebuscar entre cubetas llenas de polvo a la caza de discos de vinilo, actividad de la que disfruto como un cochino en una charca de barro. Algún día debería detenerme y hablar de esos acontecimientos, y del curioso personal que los puebla, y sin embargo, les comentaré que fue nada más entrar. Esa feria se compone de dos tipos de paradas, las que ofrecen material extraño, interesante o ediciones buenas y paradas dignas de cualquier trapero, en la que discos a precios ridículos (entre uno y cinco euros) se amontonan. Ahí es donde, con una buena dosis de paciencia, agilidad para remover cientos de discos, la alergia al polvo bajo control y un poquito de suerte, puede encontrar uno pequeñas joyas, las más satisfactorias. Pagar 25€ por un LP re-editado de Pearl Jam es como ser el jeque dueño del PSG y llegar a la temporada de fichajes de verano con la chequera bien cargada. Lo que mola es toparse con el disco de debut de The Cruzados en perfecto estado a 4€ (oui, c’est moi).

En una de esas paradas estaba, frente a mis narices, una copia en doble LP de “Reggae, Reggae”, con esa portada infame, que ni recordaba, claro (yo tiraba de mi TDK de 60), editado por esa discográfica que durante los 90s publicaba constantemente recopilatorios de género, la mítica Arcade. Dudé de si era el disco que yo tuve, pues la lista de temas no la recordaba con nombres concretos. Dudé también por el precio, un poco alto para ser un disco cutre. Afortunadamente, acabé por comprarlo. Y en cuanto lo pinché en casa, y sonó el primer tema (“Treat The Youths Right”, de Jimmy Cliff) supe automáticamente que efectivamente, ese “Reggae, Reggae” era el “Reggae, Reggae” que yo tuve veinticinco años atrás. Va por ti, Washington.

Canciones:

Jimmy Cliff: “Treat The Youths Right”

The Cure: “The 13th

The Cruzados: “Motorcycle Girl”

25
Feb
16

De premios Oscar, películas antiguas, cuadernos garabateados y Leonardo Di Caprio

Ahora que todo el mundo espera que Leonardo Di Caprio gane su ansiado Oscar y medio mundo suspire un por fin quizás demasiado forzado, tal vez el tema que nos ocupa venga un poco más a cuenta. Hubo un tiempo, finales de los 90s y primeros de los 00s (década que me resulta francamente difícil de nombrar), en que había un sector que odiaba a DiCaprio. Eran los auténticos, esos que repartían lecciones de integridad y que la tomaron con el actor por su participación en la horrorosa “Titanic” y su automática conversión en poster para adolescentes (¿alguien dijo Popular 1?). Y todavía quedan bastantes de esos. Pues no, señores. Igual soy poco auténtico, igual soy demasiado mainstream, pero considero que Leonardo DiCaprio no es sólo un gran actor sino que además ha tenido la capacidad de escoger muy bien sus proyectos, dando pocos, muy pocos pasos en falso desde que se hundió en aquél barco. Cosa que no se puede decir de, por ejemplo, Johnny Depp, y créanme que lo digo con pena: el que suscribe era fan de Depp y ha ido viendo como su estrella se iba apagando, a base de encadenar mierda tras mierda y rodar sus películas con el piloto automático puesto, muy lejos de lo que había llegado a ser.

Pero antes de ser el eterno oscarizable, incluso antes de ser la víctima del naufragio más largo del celuloide, Leonardo Di Caprio protagonizó una película que tiene un gran significado para mí. Ya hablé de ella por aquí, pero fue hace muchos años, y no me importa volver a hacerlo, incluso no me importa repetirme. Me refiero a “Diario De Un Rebelde”, película de 1996 basada en la novela autobiográfica del poeta Jim Carrol, y auspiciada por él mismo, quien llega incluso a realizar un cameo.

Comenzando por el título, ya vamos mal. El original en inglés es “The Basketball Diaries”, lo cual tiene mucho más sentido, si nos atenemos al argumento. Y para continuar, puedo decir que es una basura de película, que pasea a trompicones por demasiados lugares comunes y tiene algunos buenos momentos, qué duda cabe, pero en general, muy mal resuelta. Afortunadamente dura apenas 90 minutos, lo que es de agradecer, y no me refiero exclusivamente a esta película. Ignoro qué lleva a los cineastas actuales a requerir de dos horas y cuarto para contar cualquier idiotez de historia. Lo he dicho en otras ocasiones, pero como la frase es mía y me gusta, no puedo evitar repetirla: si una película necesita más de 120 minutos, o es una obra de arte o está mal rodada (o montada, o guionizada).

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Mi vida era así hasta que comencé a exponer mis miserias en Internet (by @carloskarmolina)

La historia es más o menos tópica, ambientada en la Nueva York de los 70s, Jim es un muchacho de barrio humilde amante del baloncesto y que suele, constantemente, garabatear cuadernos. Poco a poco, y como suele ocurrir en estos casos, comienza a darle al alpiste y cuando se da cuenta, es ya un yonqui de cuidado, que si la peli estuviera rodada en mi barrio, llevaría un chándal y pediría 20 duros para el autobús. Al final, claro, se acaba rehabilitando, Musiquita final, plano de un texto explicando qué fue del bueno de Jimmy y the end. La banda sonora está bastante bien, muy rockera, qué menos viniendo de un poeta (y músico) que formó parte del movimiento punk de Nueva York, coetáneo de Patty Smith, Johnny Thunders o The Ramones. Y como curiosidad, aparecen en pantalla 3 futuros Los Soprano: Lorraine Bracco (Dra. Melphi), Michael Imperioli (Chris Montisalti) y Vincent Pastore (Pussy Bonpensiero). Ah, y las Gemelas de Sweet Valley, los que hayan sido adolescentes en los 90s lo recordarán. La nota negativa es tener que soportar a ese desastre de actor que es Mark Walhberg durante casi todo el metraje.

Por si fuera poco, hay una secuencia que marca un hito en la cultura popular más reciente. Se trata de la escena onírica en la que Jim irrumpe, vestido de negro con un abrigo de cuero y con una recortada en mano, en el aula del su instituto. Sin mediar palabra, comienza a disparar contra los compañeros cabrones de clase y se dirige también al profesor. Dura menos de dos minutos, pero seguro que os suena… ¿aún no? ¿Y si os digo la palabra Columbine? Efectivamente, esos tarados de Columbine parece ser que se tomaron aquella secuencia demasiado en serio. Podemos echarle la culpa a la película, a Marilyn Manson o al boogie. Eso es lo fácil. Pero no.

Dicho todo esto, ¿queréis saber por qué es importante para mí “Diario de un Rebelde”? Pues porque es la responsable de que estéis leyendo estas líneas. Vi esta película con 16 años, y me encantó. Mis criterios eran cuanto menos particulares, pero estaremos de acuerdo en que para un chavalín podía ser relativamente fácil identificarse. Porque a mí también me gustaba escribir. Así que decidí hacerlo más en serio, y comencé a garabatear, yo también, cuadernos, tal y como hacía el personaje de Di Caprio en la película. Y lo hice durante años, de modo que no puedo sino estar agradecido al resorte que significó para mí. De ahí a exponer mis miserias en este blog de ciber exhibicionismo sólo hubo un paso, el puramente tecnológico. Los cuadernos siguen guardados, claro.

 

Canciones:

Alex Cooper: «El Asiento de Atrás»

David Bowie: “And I say to myself”

The Dahlmanns: “Girl Band”

10
Feb
16

Seis Grados De Separación: Bob Dylan

Me comentaba un amigo que mi próximo objetivo para este experimento de los Seis Grados De Separación (¿qué? Si Gran Hermano se calificó de experimento sociológico, también esto lo puede ser…) debería tratarse de Giannina Facio. ¿Qué quién es esa buena mujer? Actual esposa de Ridley Scott, quien la coloca haciendo cameos en sus películas (por ejemplo, esposa de Máximo en “Gladiator”), fue pareja/rollete de Pocholo Martínez Bordiu o de mi admirado Julio Iglesias, y buena asidua del famoseo hispánico.

Sé que mi amigo buscaba que el nombre de su también admirado Julio apareciera por estas líneas, y no, no es una cuestión de escrúpulos, en absoluto. Simplemente se trata de que, para cerrar este ciclo de los Seis Grados de Separación, buscaba algo todavía más difícil: nada más y nada menos que Bob Dylan. Reconozco no ser un gran fan del dichoso Bob Dylan, sus discos se me atragantan y me interesa más su figura histórica que su propia música. Pero estaremos de acuerdo en que se trata de un tío arisco y poco dado a las relaciones sociales. ¿Seré, entonces, capaz de establecer no más de seis grados de separación con Dylan? Ahora lo veremos.

Y nuestra historia comienza con Adrià Alemany. Tal vez por ese nombre no os salga nada, pero si os digo que Adrià Alemany es la pareja de la alcadesa de Barcelona Ada Colau, la cosa cambia. De hecho yo tampoco recordaba a Adrià, hasta que una amiga me refrescó la memoria. Yo (también ella, claro) conocí a Adrià cuando tenía 17 o 18 años. Entonces era un chaval más de los que zascandileaba con el grupito con el que me movía al salir de fiesta, principalmente por el Poble Nou y el Gòtic. No acabo de situar bien de dónde venía, y creo recordar que era amigo de un amigo, o compañero de su instituto, o lo que fuere. Sí recuerdo bien a Adrià, un muchacho guapete y carismático, con don de gentes y que causaba gozo en las chicas. De eso me acuerdo claramente, era el típico tipo que sabía estar en el centro del grupo y ejercer cierto liderazgo. Esa época era divertida, ibas a los bares de siempre del Poble Nou y entre la mugre, el humo y los pelos largos siempre te encontrabas con uno o con otro. Por aquél entonces nunca hablamos de activismo, seguramente estaba (estábamos) más interesados en beber y hacer el burro por ahí. Dada su edad, seguramente, igual que yo, acabábamos de acabar el COU (palabra que suena al Pleistoceno Superior) y comenzar la universidad. No recuerdo en absoluto a nadie llamado Ada Colau, y aunque pudiera ser, ya que nos juntábamos grupos bastante amplios de chicos y chicas que, obviamente, no recuerdo a todos, ni mucho menos sus nombres, ya no digamos apellidos, no me suena para nada. Colau es, además, 5 años mayor, lo que cuando se tienen 17 años, constituye un abismo.

Si Adrià Alemany es el grado número uno, queda claro que Ada Colau es el grado número dos. Hace ya tiempo que abandoné Barcelona para vivir en un gris pueblo del extrarradio, por lo que no me puedo declarar ni excesivamente a favor ni particularmente en contra de su gestión. Sí me parece una tía muy lista, mucho más de lo que pudieran reconocer sus adversarios políticos, tan decimonónicos ellos. Y con todo ello, resulta muy sencillo establecer un tercer grado de separación en Pablo Iglesias, seguramente un compañero de viaje de la Colau de algún modo forzado, porque ella nunca ha querido entrar en la disciplina de partido. No estoy en la labor de profundizar en cuestiones políticas en estas líneas, aquí vengo a hablar de rock and roll, de cine, de libros y de esas estupideces infantiloides que me gustan. Así que ahórrense los comentarios sesudos.

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Servidor, cuando salía a darlo todo a la pista del dancing mientras se codeaba con futuros activistas sociales…

En cualquier caso, no puedo dejar de comentar acerca de la persona que constituye el cuarto grado de separación, Mariano Rajoy Brey, con quien inevitablemente Pablo Iglesias tiene esa relación. Aunque no quiero meterme en cuestiones políticas, insisto, me es imposible no reseñar mi sorpresa ante cómo semejante tipo, tan gris, con carisma cero, sin capacidad de liderazgo, comunicador nefasto, sin iniciativa y sin hablar un inglés medio decente, puede haberse sentado en la jefatura del gobierno español. Lo cual dice muy poco de la sociedad española.

En fin, ese individuo se pasea como presidente del gobierno y se codea con presidentes tales como Barack Obama. Y bueno, si alguien quiere aprender algo de comunicación, que revise alguno de los mítines de campaña de Obama: acojona. No es que me las quiera dar de entendido, pero tuve la oportunidad de hacer ese ejercicio de revisión de mítines de Obama en clase, hace un tiempo, y, discursos aparte, impresiona. Y demuestra la diferencia. Por lo demás, un negro siendo presidente de un país en el que, tan sólo 50 años atrás no hubiera podido ni acceder a la universidad, por su raza, es algo que no se valora suficiente. Por si fuera poco, tengo un compañero de trabajo gringo cuyos ideales políticos quedan a la derecha de Sarah Palin que es incapaz de referirse al presidente de USA sin utilizar el epíteto fuckin’ antes de decir el apellido.

Así, si Barack Obama es mi quinto grado de separación, el siguiente paso es, señoras y señores, Robert Allen Zimmerman, Bob Dylan, a quien Obama galardonó con la mayor distinción civil de los Estados Unidos de América, la Medalla de la Libertad. No es muy habitual que un músico de rock llegue a esto. Y no deja de chocar, del mismo modo que hacía daño a la vista la consideración de Sir a Mick Jagger. En fin, yo soy de los que piensan que el rock n’ roll debería estar muy lejos de estas zarandajas, pero claro, figuras como Bob Dylan o Mick Jagger trascienden el rock n’ roll para convertirse en iconos populares, ni más ni menos.

Y aunque, ya lo dije, se me atragantan los discos de Dylan, me resulta interesante ahora que tiene 74 años y ya, directamente, hace lo que le sale de las pelotas, y pudiera ser que está más para allá que para acá, aunque tal vez sencillamente disfruta tomando el pelo a todos aquellos, fans y no fans, que escrutan todos sus movimientos, tratando de dotarles de un significado. Como muestra, aquella mítica entrevista de 2012 en el que se mostraba algo ido y explicaba una historia rocambolesca acerca de su transfiguración (sic.) con el espíritu de un Ángel del Infierno llamado Bobby Zimmerman que murió de un accidente en 1964. Y ese es el Dylan que me gusta, el que uno ya no sabe si está gagá, o flipado, o, directamente, tomándole el pelo a entrevistador y lectores, en lugar de caer en los lugares comunes y el chupapolleo habitual de esa clase de entrevistas. Minipunto para Bob Dylan, pues.

Y minipunto para mí, que en un doble salto mortal (tachán!) demuestro cómo entre el autor de “Like A Rolling Stone” y el que suscribe hay sólo, una vez más, seis grados de separación: Adrià Alemany – Ada Colau – Pablo Iglesias – Mariano Rajoy – Barack Obama – Bob Dylan.

Canciones:

Suede: «Like Kids»

Blue Cheer: «Summertime Blues»

David Bowie: «Absolute Beginners»

 

 

10
Nov
15

Scorched Earth

Acabo de tener un dejà vu de los buenos. Acabo de descargarme un emulador del videojuego Scorched Earth. Dicho así, no parece gran cosa, lo sé. Se trata de un videojuego al que jugaba yo en 1991 o 1992. Ayer por la tarde, vamos. Por aquél entonces yo no tenía ordenador, y jugaba en casa de un amigo. La envidia me corroía, no lo negaré. Yo TAMBIÉN quería un ordenador, aunque no supiera bien para qué servía. Se trataba de un PC de verdad, no de esas chapucillas de Amstrad o Spectrum que cargaban juegos en cinta de cassette y que tardaban lo que me parecía una eternidad en estar operativos. Y no, tampoco tuve nunca uno de esos ordenadores para videojuegos, y si jugaba con ellos, era en casa de mis primos, y demás. Ya lo veis, mi infancia fue triste y gris. Todo un Oliver Twist del siglo XX, vamos.

En fin, recuerdo pasarme muchas tardes de sábado en casa de ese chaval, y jugar con su PC era un gran aliciente. Así, a bote pronto, recuerdo juegos como Operation Wolf o Gauntlet. Pero mi preferido era Scorched Earth. Nombre que, dicho sea de paso, descubrí, y por casualidad, hace poco. Yo siempre había conocido ese videojuego como, simplemente, “Scorch”. Todavía no sé por qué. Mis únicas referencias con el nombre de Scorched Earth era el nombre de una banda noruega o sueca de stoner rock con influencias blues que sacaron un disco majete en su momento y que tenían un temazo: “Blues for the Universe”.

Scorched Earth, el juego, era una especie de juego a medio camino entre la estrategia y la acción, donde se dibujaba un perfil montañoso y cada uno tenía una serie de cañones dispuestos al azar en ese perfil. Se trataba, claro, de cañonear los objetivos contrarios, usando diferentes tipos de munición. Y bueno, si vemos la parte gráfica, parece que lo hubiera programado un chimpancé. Pero amigos, era 1991, y estaba programado en DOS. Y qué más daba, me dio muchas horas de felicidad, como en su momento también me dio el “Street Fighter II”, aunque esa era, claro, otra historia.

Hace mucho que nunca juego a videojuegos, simplemente, me dejaron de interesar. No por nada en particular, y no descarto que me dé por volver a jugar cualquier día de estos. Pero ahora tengo ese emulador de Scorched Earth y me da miedo. ¿Me gustará todavía? ¿O tal vez me parecerá una mierda? Y si así fuera, ¿significa eso que poco queda ya del niño que era en 1991? ¿Tiene eso alguna importancia?

Canciones:

The Lords Of the New Church: «Dance With Me»

Eagles Of Death Metal: «Anything ‘cept the truth»

The Wailers: «Stir It Up»

06
Oct
15

Trabajos de adolescente (1): El Barça

Ah, los trabajos de estudiante. Martingalas variadas en las que algunos estudiantes nos vimos más o menos obligados a meternos con el fin de poder conseguir unas perrillas que gastar en vicios variados, ni que fuera el sobrante después de pagar la matrícula de la universidad. Eso era, claro, cuando para poder pagarse una universidad pública no hacía falta vender un riñón en el mercado negro de órganos. Eran otros tiempos.

Si lo miro de este modo, tampoco me puedo quejar. Otros han tenido que acumular curreles miserables aún acabada su etapa estudiantil. Y sin embargo, permitidme que esquive el rollo panfletario de la precariedad laboral y la lucha de clases. Y permitidme que me centre en esos trabajillos que fui haciendo durante mi etapa como estudiante, desde que tuve 14 años hasta que tuve 22 y firmé mi primer contrato de 40 horas semanales, nóminas, y todas esas cosas.

Como quiera que no pretendo relatar mi trayectoria profesional adolescente de modo cronológico y exhaustivo, me permitiré ir dando saltos y centrarme en aquello que considere, que para algo éste es mi blog y escribo sobre lo que me sale de los cojones.

De modo que comenzaremos por la primera entrega de la que espero, sea una saga: El Barça

Sí, habéis leído bien, el menda estuvo trabajando para el Futbol Club Barcelona, entre las temporadas 95-96 y la 98-99. Lamentablemente, no formaba parte de La Masia, ni del staff técnico, ni siquiera era el chico que le encendía los puros a Joan Gaspart. No. Mi tarea era la de dependiente, por decirlo de algún modo, de los puestecillos de alquiler de almohadillas en la tribuna del Camp Nou. Para aclarar, en la tribuna del estadio, se ofrecía la posibilidad de alquilar una especie de cojinete de espuma para que los socios con dinero que pululaban por la tribuna pudieran posar sus nalgas sobre algo más mullido que el frío plástico del asiento. La burguesía barcelonesa se llevaba uno de estos cojinetes y luego los dejaban en el asiento para su posterior recogida. El doctor Barraquer, familias de jugadores, etc…

Así, mi trabajo era básicamente el siguiente: Entrar con dos horas de antelación al estadio, lucir una fantástica bata azul de operario, arrastrar las cajas de cojinetes a mi puesto y pasarles un trapito para quitarles el polvo. A medida que se acercaba la hora, los socios amb caler iban pasando y por unas 125 ptas, creo recordar, se llevaban los cojinetes. Una vez comenzado el partido, guardábamos en un cuartillo inmundo las cajas y los cojinetes restantes, si los había, y se nos pagaba, a razón de 25 ptas por cojinete. En un partido mediano podías sacarte unas 3000-4000 pelillas, lo que no estaba mal, si contamos que comencé con 14 años. El que tenía un business interesante era el responsable del tinglado, que, ese sí, se llevaba 100 ptas por conjinete, con lo que haciendo números rápidos, si yo me levantaba 4000 ptas, él se llevaba 16.000 ptas. Eso sólo por mi puesto, y éramos 7 u 8 puestos.

Este año se ha celebrado la edición 49, poca broma...

Este año se ha celebrado la edición 49, poca broma… (by @carloskarmolina)

Una vez recogido el dinero, podía buscarme cualquier asiento que hubiera libre en tribuna (y siempre habían) y ver el partido. Al final del encuentro, tenía que recoger los cojinetes de los asientos, lo que solía ser una tarea rapidita. Y listo.

El gran aliciente se suponía que era poder ver los partidos gratis. Y sí, reconozco que tenía su gracia. Pero no os engañaré, aunque me gusta el fútbol, una cosa es ir al campo cuando te apetece y otra es ir siempre, por obligación, sea sábado o domingo y tragarse todo el partido, por coñazo que sea, fuera bueno o malo, y sin verlo entre amigos, que no deja de formar parte del ritual. Será que ahora me gusta más el fútbol que antes, pero os aseguro que llegaba a tocarme bastante las narices, y más de una vez hubiera querido recoger el dinero y largarme sin ver el partido. A mí me tocó, además, las dos temporadas en las que a Antena 3 le dio por emitir un partido los lunes a las diez de la noche. El horror. Había mucho flipado entre el grupo de gente que allí trabajaba, pero yo, si iba, y si aguanté cuatro años, era por el dinero. Llegó un momento en el que el Barça me la traía al pairo.

Aquél fue mi primer trabajo, más o menos, en los que, siendo un crío, me rodeaba de tipos, bastante mayores que yo. Eran otros tiempos, y era otro Barça, un Barça muy casero, muy poco profesionalizado en lo que a servicios se refería. No se me olvidará jamás aquél cuartucho donde se guardaban los cojinetes, con un escritorio de los de flexo deprimente, y con el jefe,  un burgués venido a menos, aprendiz de empresario (que sus buenos duros manejaba, el mamón), Ducados perennemente colgado de los labios, fumando en el cuartucho, claro, aires de superioridad y gris, todo muy gris, contaba los cojinetes devueltos y te pagaba acorde a las “ventas” de aquella tarde.

Por si fuera poco, a aquél curro yo llegué como se hacían antes las cosas, supongo que también ahora, colocado por un amiguete de mi padre. El tipo tenía un yerno que también había colocado, y llevaba años en ese trabajo. Al cabo de varios partidos, hubo una reorganización, quién sabe por qué, y en lugar de ponerme un puesto para mí solo, me colocaron en el puesto de ese tipo, por lo que pasé a ser “su ayudante”. Y el muy hijo de puta, en lugar de repartir las ganancias al 50%, me daba lo que él consideraba. Si se hacían, qué sé yo, 6000 ptas, él se quedaba 4000 y me daba 2000. Y así estuve al menos dos años. Y ahora puede parecer una chiquillada, el prisma del paso del tiempo, que todo lo deforma. Pero os juro que aún hoy de buena gana le reventaría la cabeza con un bate de béisbol, como Robert De Niro hacía interpretando a Al Capone en “Los Intocables de Elliott Ness”.

En cuanto al fútbol, qué puedo decir. Me tragué una etapa muy triste en el club. Sólo hubo un destello de diversión, el año de Bobby Robson, con aquél mágico Ronaldo, el gordo, antes de estar gordo, cuando de sus botas salía pura magia, y como nunca más volvió a salir. Por lo demás, yo vi jugar a Prosinecki, a Korneiev , a Bogarde o a Zenden. Ojo ahí.

Y al final lo dejé, aburrido. Cansado de aguantar gilipolleces del jefe, del yerno y de su puta madre. Decidí que para cobrar unas perrillas, podía buscarme otras cosas. Y que el futbol, en la tele, se ve muy bien. Desde entonces, no he vuelto al Camp Nou.

Canciones:

Pink Floyd: “Learning to fly”

Phoenix: “1901”

Royal Blood: “Figure it out”




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