No hace mucho hablaba de la tienda “Discos 7 Pulgadas”, una de las pocas tiendas de discos interesantes que quedaban fuera de la Calle Tallers. Y es que esa calle daba mucho de sí. La de horas que pasé pululando por esa zona, a menudo más mirando que comprando, cosas de ser un adolescente, y por extensión, no tener ni un duro en el bolsillo. A lo más que podía aspirar es a una bebida en el mítiquísimo Burguer King de Canaletes, bebida que nos podía durar toda una tarde, mientras dábamos rienda suelta a esa necesidad inherente del adolescente a hablar con su manada, en busca seguramente de comprensión ante sensaciones que entonces eran nuevas y había que compartirlas con el grupo. Por eso, por la de ratos que pasé por allí, me llegué a familiarizar con una serie de personajes que rondaban.
Uno de ellos, un clásico, era el responsable de la tienda de discos World Music (creo recordar que así se llamaba, pero no estoy muy seguro). Un tipo muy enjuto, con el pelo negro muy rizado, media melena por detrás, tipo mullet,barba y gafas, así lucía el hombre. Y se dedicaba a entregarte unos panfletillos con una lista bastante completa de los conciertos en la ciudad, conciertos de los que vendían entradas en su tienda. Siempre te endosaba el papelito mientras te glosaba la cantidad y calidad de los discos que tenía en su tienda. Siempre con una frase como “amigo, la mayor variedad en CD”. Si te veía con una camiseta de, pongamos por caso, Pearl Jam, te decía “amigo, todos los discos de Pearl Jam, rarezas y grabaciones de conciertos”. Ojito a la estrategia de marketing. Si la camiseta hubiera sido de El Fary, lo mismo hubiera dicho, “amigo, la discografía de El Fary, remixes de El Torito Bravo y el pirata Live At Fantasy Island”. Pero siempre, siempre te soltaba el papelito. Todos los que pasábamos por ahí éramos sus “amigos”. La crisis discográfica acabo con la tienda y tamaño personaje desapareció.
Por la calle, supongo que aprovechando la chavalería que allí se juntaba, solía rondar un yonqui muy alto, desastrado, como todos los yonquis, pidiendo dinero a pobres incautos que o les daba pena o les asustaba el individuo (y lo cierto es que su envergadura no era habitual). La particularidad del tipo era que siempre comenzaba su discurso pedigüeño diciendo “sabes lo que es un toxicómano?”. Luego te soltaba el rollo sobre los males de la necia droga, para acabar como todos, pidiendo algo de dinero. Paseó su triste figura durante más tiempo del que pudiera parecer, tratándose de un yonco, entre la calle Tallers y la Plaza Castilla. Luego desapareció, aunque su destino es seguramente más fácil de adivinar.
Otro “comerciante” peculiar de la zona era el dueño de una tienda de discos que había en Tallers, más o menos, frente a la calle Sitges. Se trataba de una tienda de vinilo llamada Rock n’ Blues, o algo así. Era un antro lleno de polvo con incunables de Bob Dylan o Muddy Waters. Lo recuerdo siempre con las puertas abiertas y cubetas de vinilos en la misma puerta, como si se tratara de las cajas de manzanas o naranjas de una frutería. Y su dueño, un tipo entre 40 y 50, con gafas, medio calvo, sin afeitar, que lucía un arrebatador look de pantalón de pana, camisa del carrefour y chaleco de lana raída. Se sentaba cerca de la puerta, no era un local con una incesante actividad comercial. Y pinchaba uno de sus discos con unos altavoces encarados hacia fuera, como una venganza sonora hacia un mundo que ya no respetaba un riff de Ellmore James. Incluso tenía en una pared pegados una serie de recortes de revistas eróticas, con desnudos de chicas luciendo mata de vello púbico y aspecto de belleza de los 80’s, lo cual proporcionaba a la tienda un aspecto de ser una extensión de la probable personalidad de su curioso dueño. Ahora hay una tienda de moda juvenil, síntoma de que los tiempos están cambiando.
Y aunque no era en la calle Tallers, no puedo olvidarme del más enigmático de todos. Se trataba de un tipo que se plantaba delante de un portal en la Rambla, muy cerca del teatro Condal, que cuando pasabas por delante te miraba, te señalaba la el portal y te decía “fábrica de piel”, con la parsimonia del que recita un mantra. Y uno se quedaba pensando:
a) Qué hace una fábrica de piel en un piso de la Rambla?
b) De verdad alguien paga a este tío para que se pase el día avisando al transeúnte de la dichosa fábrica de piel?
c) Y sobretodo… alguna vez alguien subió?
Si realmente existía una fábrica de piel en un lugar tan extraño como un piso en la Rambla, desde luego requería de herramientas de marketing tan peculiares como aquella. Siempre me pareció muy cómico, ese personaje. Y fue uno de los que aguantó más esta creciente reconversión que sufre esa parte de Barcelona.
Seguro que Paul Auster sería capaz de escribir una novela hilvanando las historias de esos personajes. Ríete de “Smoke”, vamos.